lunes, 9 de marzo de 2015

Svetlana Alexievich: Voces de Chernóbil. Por Fernando Vidal

Alexievich, Svetlana: Voces de Chernóbil. Crónica del futuro. Siglo XXI, Barcelona, 2015 (edición original rusa de 1997). 300 páginas. Traducción de Ricardo San Vicente. Comentario realizado por Fernando Vidal (Universidad Pontificia Comillas, @fervidal31).

La autora de Voces de Chernóbil tardó casi 20 años en reunir los testimonios necesarios para hacer una reflexión vital sobre Chernóbil desde las experiencias de sus víctimas. La tesis central del libro es que, al emitir radionúclidos a la Tierra que durarán miles de años, Chernóbil ha introducido la casi eternidad del mal en la vida ordinaria de la humanidad. Pero el libro es mucho más: una lúcida mirada a la resistencia de la compasión y lo humano bajo la lluvia nuclear del mal y la mentira. Escrito en 1997, ahora se reedita en castellano.

1. La historia omitida

La nueva edición española de Voces de Chernóbil es buena ocasión para volver sobre este desasosegante libro. Todo comienza el 26 de abril de 1986, a la 1h. 23’ 58’’ horas, cuando una serie de explosiones destruyeron el reactor y el edificio del cuarto bloque energético de la Central Eléctrica Atómica de Chernóbil, situada cerca de la frontera bielorrusa (p.13). La catástrofe de Chernóbil se convirtió en el desastre tecnológico más grave de la historia. Sobre la tierra se había precipitado el equivalente a 350 bombas como las que se lanzaron sobre Hiroshima, con 450 tipos de radionúclidos. La Unión Soviética mandó al lugar de la catástrofe 800.000 soldados de reemplazo y ‘liquidadores’, los encargados de limpiar y neutralizar el desastre. Casi todos los datos de muertes han sido ocultados durante todos estos años. Pese a ello algunos indicadores han emergido: hubo 115.493 liquidadores de Belarús y desde 1990 han ido falleciendo dos de ellos cada día.


Sobre el reactor y cuarto bloque se echaron toneladas de arena, hormigón y otros materiales para ahogar el incendio. Finalmente, se construyó sobre todo ello un sarcófago. “El sarcófago es un difunto que respira. Respira muerte. ¿Cuánto tiempo aguantará? Nadie sabe dar una respuesta a ese interrogante… En cambio, todo el mundo comprende lo siguiente: la destrucción del ‘Refugio’ daría lugar a unas consecuencias aun más terribles que las que se produjeron en 1986” (p.16). El Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BEDR) financia la construcción de un nuevo arca para que la protección esté garantizada 100 años más, pero la falta de fondos ha impedido que la empresa conjunta (Novarka) pueda completarla al menos antes de 2017.


Los efectos son difíciles de medir pues no se restringieron a la zona contaminada sino que se difundieron masivamente. El director del Instituto de Energía Nuclear de Belarús, Vasilo Nesterenko, calculó que ya sólo el primer año un millón de toneladas contaminadas se transformaron en pienso que se dio de comer al ganado. Las aldeas se evacuaron pero los campos seguían sembrando. Se comprobaba sólo lo que salía de la zona con destino a Moscú, no a otros destinos (p.363). El propio material usado para la limpieza de toda la zona por el casi millón de operadores, fue abandonado y rápidamente extraído por redes clandestinas que los vendieron. Según el testimonio de Iván Zhmíjov, ingeniero químico, todos los volquetes, todoterrenos y grúas con que se había retirado la tierra contaminada, fueron abandonados en la zona. Pero fueron robados y vendidos por todo el país sin informar, por supuesto, que estaban contaminados de radiación nuclear (p.275). 

Voces de Chernóbil: Crónica del futuro, obra de Svetlana Alexievich –periodista y escritora bielorrusa, candidata al Nobel de Literatura en 2014- fue publicada en 1997, traducida al español en 2006 y ha sido reeditada en 2015. Tardó casi 20 años en reunir todas las historias necesarias para escribirla. En el libro nos pone en comunicación con la voz directa de decenas de víctimas de la catástrofe de Chernóbil. Habló “con las personas para las cuales Chernóbil representa el principal contenido de su vida, cuyo interior y cuyo contorno, y no sólo la tierra y el agua, están envenenados con Chernóbil” (p.47). Las personas aparecen en su vida ordinaria narrando una experiencia tan alterada que ha impedido que nada vuelva a ser normal: “Intento captar la vida cotidiana del alma. La vida de lo ordinario en unas gentes corrientes. Aquí, en cambio, todo es extraordinario” (p.44). Son personas que representaron los más diversos papeles: soldados enviados a limpiar, bomberos, sus madres y esposas, habitantes de Prípiat –la ciudad de la central nuclear-, científicos y técnicos nucleares implicados, políticos, refugiados, niños que jugaban antes y después del desastre allí… El resultado es un gran reportaje coral. Su base es una gran labor de entrevistas que la autora fue haciendo con cada una de esas personas y las ofrece en forma de monólogos de dichos entrevistados. Algunos de ellos están muertos ya y otros aún sobreviven… El libro aborda la realidad y vidas que han sido escondidas por el poder, la exclusión o el sufrimiento: “Me dedico a lo que he denominado la historia omitida” (p.44).

El libro no es una memoria descarnada sino interiorizada y compasiva. No se queda en lo superficialidad ni en el morbo del horror aunque “Es tan fácil deslizarse a la banalidad. A la banalidad del horror…” (p.41). En los tiempos que vivimos, hay quien disfruta con la estética del horror y el dolor, que componen una iconografía como la del videojuego STALKER, Shadow of Chernobil. La periodista Anatoli Shimanski –entrevistada por la autora- critica que “Después de Chernóbil ha quedado la mitología de Chernóbil. Los periódicos y las revistas compiten entre sí para ver quién escribe algo más terrible, y estos horrores les gustan sobre todo a aquellos que no los han vivido” (p.195). La autora de Voces de Chernóbil evita usar Chernóbil como un signo para hablar de otra cosa sino que trata de alcanzar el alma de la experiencia viva de la gente. Una habitante de la zona, Nadezhda Burakowa, se mostraba contrariada porque “Para algunos Chernóbil es una metáfora, un símbolo. En cambio, para nosotros es nuestra vida. Simplemente la vida” (p.324).

2. Chernóbil, un tiempo desmedido

Los primeros momentos fueron confusos y todo sufrió una alteración radical. Los apicultores descubrieron que las abejas habían abandonado la región y los pescadores constataron asombrados que no se podía encontrar lombrices para los anzuelos: se habían ido lo más profundo posible de la tierra. Un taxista contó que “los pájaros caían como ciegos contra el cristal delantero” de su automóvil (p.144). Todos recuerdan “aquella primera lluvia radiactiva después de la que los charcos se volvieron amarillos” (p.258) y tenían la textura de la pintura. Desde el comienzo ya la gente comprendió que no se podían tocar las flores. “Ya el primer día me explicaron que no hay que arrancar las flores de la tierra, que es mejor no sentarse” entre ellas (p.48). “A las ancianas les empezó a salir leche de los pechos, como a las parturientas… Una anciana que vivía sola, sin marido, sin hijos, iba por la aldea acunando un fardo en los brazos, cantando una canción de cuna” (p.259). “De no se sabe dónde surgió en la ciudad una loca. Iba por el mercado diciendo: ‘Yo he visto esta radiación. Es azul-azul y palpita’. Salías de la ciudad y a lo largo de la carretera asomaban unos espantajos: veías una vaca paciendo cubierta de un plástico y a su lado una abuela, también envuelta en plástico. No sabías si reír o llorar” (p.286), recuerda Zoya Bruk, inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza y una de los testimonios más interesantes del libro. La gente perdía el sentido de realidad. La secuencia temporal se rompió y sus trozos se fundieron liberados en la masa intemporal de la condición humana. Marat Kojánov, ingeniero jefe del Instituto de Energía Nuclear de Belarús, tuvo esa experiencia: “Veías a una mujer joven sentada en un banco junto a su casa. Dándole el pecho a su hijo. Comprobamos la leche del pecho: es radiactiva. ¡La Virgen de Chernóbil!” (p.281). 

Condenar a la Humanidad y a toda la Tierra a la contaminación nuclear excedía todas las previsiones. El hombre, como especie biológica, no estaba preparado para esto (p.48-49). Se sentía que “La realidad resbala sobre nosotros y no tiene cabida en el hombre” (p.54), porque “Con Chernóbil el hombre ha levantado su mano contra todo, ha atentado contra la creación divina” (p.50). Se había rebasado todo el mal del que había sido capaz el hombre hasta el momento. En opinión de la autora, “Chernóbil ha ido más allá de Auschwitz y Kolimá. Más allá que el Holocausto. Nos propone un punto final. Se apoya en la nada” (p.53). Toda la humanidad y la cultura de civilizaciones queda amenazada por Chernóbil. Así lo sentía un maestro rural: “A veces me asalta una pensamiento sacrílego: ¿Y si de pronto toda nuestra cultura no es más que un baúl lleno de viejos manuscritos? Todo lo que yo amo...” (p.188). 

La tesis central del libro es que Chernóbil ha introducido la casi eternidad del mal en la vida ordinaria de la humanidad. Para la autora, Svetlana Alexievich, “De pronto, se encendió cegadora la eternidad” (p.46). “Chernóbil es ante todo una catástrofe del tiempo. Los radionúclidos diseminados por nuestra Tierra vivirán cincuenta, cien, doscientos mil años. Y más. Desde el punto de vista de la vida humana, son eternos” (p.43). “La vida humana sigue siendo minúscula e insignificante comparada con la de los radionúclidos instalados en nuestra Tierra. ¡Imposible asomarnos a esa lejanía! Ante este fenómeno experimentas una nueva sensación del tiempo” (p.55). Pero la gente no tiene la eternidad para hacer justicia. Las autoridades desplazan cualquier responsabilidad al juicio de la Historia, dentro de muchos siglos. Se amparan en escrúpulos cientificistas y se defienden tras el escudo de la misma ciencia que usaron para hacer vivir a la gente bajo la amenaza nuclear. Nikolái Kaluguin, padre de una niña que murió por la contaminación de Chernóbil reclama que al menos quede constancia de que su hija fue una víctima de Chernóbil: “Mi hija murió por culpa de Chernóbil. Y aún quieren de nosotros que callemos. La ciencia, dicen, no lo ha demostrado, no tenemos bancos de datos. Hay que esperar cientos de años. Pero mi vida humana… Es mucho más breve. No puedo esperar. Apunte al menos que mi hija se llamaba Katia… y que murió a los siete años” (p.75).

El propio tiempo de historia parecía anularse y las etapas de progreso se hundían –como el cuarto reactor- en los tiempos más prehistóricos. La avanzada tecnología nuclear coexistía con soluciones propias de gente limitada a los medios más primitivos. En palabras de Arkadi Filin, un liquidador –las personas dedicadas a limpiar las zonas más contaminadas y por tanto expuestas a máxima contaminación radiactiva-, “Allí te sumergías al instante en un mundo fantástico, una realidad donde se unían el fin del mundo y la edad de piedra” (p.147). La zona de Chernóbil se limitaba a una vida reducida a la más simple supervivencia pero al tiempo, el paisaje devastado por la radiación nuclear prefigura cómo será la Tierra cuando ya no haya humanos. Pasado y futuro se confundían hasta anular la propia percepción de paso del tiempo. Lo expresa muy plásticamente la autora: “En Chernóbil se recuerda ante todo la vida ‘después de todo’: los objetos sin el hombre, los paisajes sin el hombre. Un camino hacia la nada… Hasta te asalta la duda si se trata del pasado o del futuro” (p.56).

Se producían sentimientos extraños: el propio modo de sentir se alteraba ante hechos que les parecían inconcebibles. “Entre el momento en que sucedió la catástrofe y cuando se empezó a hablar de ella se produjo una pausa. Un momento para la mudez” (p.45). “No se hallaban palabras para unos sentimientos nuevos y no se encontraban los sentimientos adecuados para las nuevas palabras; la gente aún no sabía expresarse pero, paulatinamente, se sumergía en la atmósfera de una nueva manera de pensar” (p.46), escribe Svetlana Alexievich.

Aquello era incomprensible. “Por mucho que te esfuerces, por más que lo intentes comprender, es que no puedes” (p.167), dijo Katia P., un habitante de la zona. Era la misma sensación que tenía Zoya Bruk, la inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza que fue movilizada para limpiar la contaminación: “La gente no entendía. Se han pasado los años asustando a la gente, preparándolos para una guerra atómica. Pero no para un Chernóbil” (p.290). Esa incapacidad para entender era destructiva. No podían sujetarse a nada de lo vivido y sabido hasta ese momento. Esa fue la experiencia de Piotr, un psicólogo: “Me estoy destruyendo con esta incapacidad de comprender. Porque no reconozco este mundo… Hasta el mal es distinto. El pasado ya no me protege. No me tranquiliza. Ya no hay respuestas en el pasado. Antes siempre las había, pero hoy ya no las hay. A mí me destruye el futuro, no el pasado” (p.61). La autora duda que se sea capaz de comprender: “¿Somos capaces de entender? ¿Está dentro de nuestras capacidades alcanzar y reconocer un sentido en este horror del que seguimos ignorándolo casi todo?” (p.43). “Chernóbil es un enigma que aún debemos descifrar. Un signo que no sabemos leer” (p.45). Para Natalia Roslova, presidenta de un comité local de Niños de Chernóbil, “En el futuro nos espera la tarea de comprender Chernóbil. Chernóbil como filosofía” (p.373). “Chernóbil no sólo significa conocimiento sino también preconocimiento, porque el hombre se ha puesto en cuestión con su anterior concepción de sí mismo y del mundo” (p.43), concluye la escritora. Era difícil comprender pues la catástrofe había dañado la conciencia de todo un pueblo. Una maestra rural, Liudmila Polénskaya, lo expresó de modo dramático: “No sólo se ha ‘contaminado’ nuestra tierra, sino también nuestra conciencia. Y también por muchos años… Había una cultura antes de Chernóbil, pero no existe una cultura después e Chernóbil. ¿Dónde están nuestros escritores, nuestros filósofos? ¿Por qué callan?” (p.312-313). Efectivamente –recoge la idea la autora-, “De Chernóbil querríamos olvidarnos porque ante él nuestra conciencia capitula. Es una catástrofe de la conciencia. El mundo de nuestras convicciones y valores ha saltado por los aires” (p.54).

Chernóbil descolocó tanto a todos, que todas las personas se pusieron a pensar. “Hables con quien hables de Chernóbil, a todo el mundo le da por filosofar” (p.240), decía Serguéi Sóbolev, vicepresidente de la Asociación Escudo para Chernóbil. “Ya no bastaba con los hechos; aspirabas a asomarte a lo que había detrás de ellos, a penetrar en el significado de lo que acontecía. Estábamos ante el efecto de la conmoción” (p.46), atestigua la autora del libro. En un mundo sovietizado, las víctimas de aquella catástrofe programada cobraron una dramática conciencia de la realidad y abandonaron las creencias vacías. “Ante Chernóbil todo el mundo se ponía a filosofar. Las personas se convertían en filósofos. Los templos se llenaron de nuevo. Se llenaron de creyentes y de gente hasta el día anterior atea. Gente que buscaba respuestas que no les podían dar ni la física ni las matemáticas” (p.46), cuenta la autora. Nadezha Vigóvskaya, evacuada de la ciudad de Prípiat, atestiguaba el mismo abandono y reencuentro de la fe religiosa: “Cuando viajábamos camino de la evacuación, si por el camino aparecía una iglesia, todos se dirigían hacia el templo. No había modo de abrirse paso. Ateos, comunistas, todos iban” (p.270). Las palabras de los científicos se había hundido junto con el reactor y sólo permanecía la sabiduría popular que atravesaba intacta el paso de las ideologías. Según la autora, “Durante aquellos primeros días, con quien resultaba más interesante hablar no era con los científicos, los funcionarios o los militares de mucha estrellas, sino con los viejos campesinos… Su conciencia no se destruyó” (p.46).

Súbitamente, la historia fue irradiada y la gente transformada en “hombre de Chernóbil”, como una especie evolucionada en otro alterado, mutado por el desastre nuclear, por la tiranía y política soviética y por la ruptura insolidaria con el resto de la humanidad. Nikolái Kaluguin, el padre de la niña víctima de Chernóbil, lo vivió crudamente: “Vivíamos en la ciudad de Prípiat… Y un día, de pronto, te conviertes en un hombre de Chernóbil” (p.72). 

3. Liquidadores de la radiación y la verdad

Decenas de miles de jóvenes fueron enviados a tratar de remediar las peores consecuencias. Tuvieron que meter sus cuerpos en el centro de la catástrofe para tapar el enorme vacío abierto y otras operaciones letales. Era tal la toxicidad que cada persona no intervenía más de dos minutos al día. Se emplearon decenas de miles de personas a los que llamaban soldados de fuego. Muchos soldados tenían la sensación de que se les arrojaba allí uno tras otro sin saber ni futuro: “Nos mandaban allí como quien lanza arena al reactor. Como sacos llenos de arena… Se referían a nosotros con la bonita expresión de ‘soldados del fuego’… Nadie sabía nada. Y no había nadie a quien preguntar” (pp.124-125). A los liquidadores que limpiaron el tejado del reactor les llamaban las cigüeñas. “Les tocó la peor parte de aquel infierno. Les habían dado delantales de plomo, pero la emisión venía de abajo y en esa parte el hombre estaba al descubierto… Permanecían de un minuto y medio a dos al día, subidos al tejado” (p.242). Se contaban con robots, pero los robots no obedecían porque sus circuitos electrónicos quedaban destrozados por la radiación. “Los ‘robots’ más fiables eran los soldados, Los bautizaron con el nombre de ‘robots verdes’ (por el color del uniforme militar)” (p.242). Sobre el reactor del que salía una mortal nube radiactiva se ponían los pilotos de helicópteros ponían sus propias vidas sin saber de que estaban matándose. Arrojaron plomo y después toneladas de arena y material de derribo. “Los pilotos de helicóptero sobre el reactor… primero lanzaban las planchas de plomo, pero éstas desaparecían sin dejar huella en el agujero… El plomo a la temperatura de 700 grados se convierte en vapor y allí la temperatura ascendía hasta los 2.000 grados. Después de esto, volaron hacia abajo sacos de dolomía y arena” (p.210-211). “Hubo un momento en que existió el peligro de una explosión termonuclear y entonces se impuso la necesidad de soltar el agua de debajo del reactor… No sólo hubiera perecido la población de Kíev y de Minsk, sino que no se hubiera podido vivir en una zona enorme de Europa… ¿A ver quién se zambullía en aquel agua y abría el pestillo de la compuerta de desagüe? Se pidió voluntarios. ¡Y aparecieron! Y los muchachos se tiraron, se zambulleron muchas veces y abrieron aquella compuerta” (p.243), recuerda Serguéi Sóbolev, vicepresidente de la Asociación Escudo para Chernóbil. También guarda memoria para otros que se comportaron heroicamente: “¿Y los cuatrocientos mineros que taladraron el túnel de debajo del reactor? Hacía falta abrir un túnel para inyectar nitrógeno líquido en la base y congelar una almohadilla de tierra… De otro modo, el reactor se hubiera desplomado en las aguas subterráneas” (p.246).

La heroicidad convivía con el sinsentido, la insensatez y el absurdo. Por ejemplo, el liquidador Arkadi Filin recuerda que “A los pocos días de la catástrofe, sobre el cuarto reactor ya ondeaba la bandera roja. Como una llama. Pasados unos meses, se la zampó la elevada radiación. E izaron una nueva bandera. Y más tarde, otra. La vieja la rompían a trocitos para llevársela de recuerdo; se metían los trozos debajo de la chaqueta, cerca del corazón. ¡Y luego se lo llevaban a casa! ¡Heroica locura!” (p.152). Otros se deshacían de toda la ropa que habían vestido en su función de liquidadores pero guardaban algún recuerdo, al no informárseles de que todo objeto era fuente de radiación. Un soldado no desechó su gorra y se la regaló a su hijo, quien a los meses murió víctima de un cáncer de cerebro. Junto con los heroicos liquidadores estaba también la heroicidad de un pueblo conmovido por el sacrificio de aquellos jóvenes. Un soldado recuerda que la irresponsabilidad de los mandos no proveyó de lavadoras y fueron las ancianas del lugar las que se expusieron a la radiación lavando la ropa: “No olvidaré a las mujeres que nos lavaban la ropa. No había lavadoras, no se les ocurrió, no las trajeron. Se lavaba a mano. Eran todas mujeres mayores. Con las manos llenas de ampollas, de llagas. La ropa no sólo estaba sucia, habría allí decenas de roentgen… Les dábamos pena y lloraban” (p.125).

Para el vicepresidente de la Asociación Escudo para Chernóbil, Serguéi Sóbolev, todos ellos eran héroes: “Eran personas de una cultura especial, La cultura de la hazaña. Unas víctimas” (p.242). Sin embargo, muchos no compartían esa visión épica. Es la opinión de uno de los liquidadores, Arkadi Filin: “Yo no vi héroes allí. Locos sí que vi, gente a la que le importaba un rábano su vida. Temeridad, toda la que usted quiera” (p.147). Para Natalia Roslova, presidenta de un comité local de Niños de Chernóbil, aquello no era heroísmo sino expresión de la barbarie: “¡Qué machos los rusos! ¡Dispuestos a todo! ¡Luchando contra el reactor! ¡Y sin ningún temor por sus vidas! Se suben al tejado fundido a cuerpo descubierto… Aunque esto era también una variante más de la barbarie: esa falta de miedo por tu propia vida” (p.372). Nina Kovaliova, viuda de un liquidador, había alguna vez anhelado una vida heroica pero tras aquella experiencia se dio cuenta de que sufría la alienación de la Historia y sólo quería proteger su vida corriente, en la que el amor lo es todo: “Hubo un tiempo en que envidiaba a los héroes, a los que habían participado en los grandes acontecimientos… Pero ahora pienso de otro modo; no quiero convertirme en historia… ¡Mi pequeña vida estaba entonces indefensa! Los grandes acontecimientos la borran sin siquiera notarlo. Sin detenerse… después de nosotros quedará sólo la historia. Quedará Chernóbil. ¿Y dónde está mi vida? ¿Y mi amor?” (p.299). Para ella, aquella era una masacre injustificada en tiempos de paz: “Nuestros hombres mueren como en la guerra, pero en tiempos de paz” (p.301).

Las autoridades hacían todo lo posible para ocultar los hechos, impedir la evacuación masiva que revelara la catástrofe y acusar a Occidente de propaganda. Eran los otros liquidadores: los que trataban de limpiar todo rastro de información, crítica o valor. La verdad les parecía más destructora que la radiación. A la población no se les informó de la extrema exposición radiactiva a la que estaban siendo sometidos. La propaganda soviética aparecía en la televisión midiendo con un dosímetro militar la radiación en la leche de las vacas o el agua del río Prípiat donde se seguía bañando la gente, para demostrar que no había contaminación. Pero era mentira porque esos dosímetros militares no lo medían (p.257). “Durante los primeros días después del accidente, desaparecieron de las bibliotecas los libros sobre radiaciones, sobre Hiroshima y Nagasaki, hasta los que trataban de los rayos X. Corrió el rumor de que había sido una orden de arriba, para no sembrar el pánico” (p.142). Vasili Nesterenko, director del Instituto de Energía Nuclear de Belarús, no quiso seguir las instrucciones e informó al menos a un grupo de niños: “A lo largo del Prípiat vemos tiendas de campaña, familias enteras descansando. Se bañan, toman el Sol. Estas personas no saben que desde hace varias semanas se están bañando y tomando el Sol bajo una nube radiactiva. Estaba terminantemente prohibido hablar con ellos. Pero veo a unos niños… Me acerco y les explico… El funcionario que me acompaña calla. Pero puedo adivinar por su cara qué sentimientos luchan en su fuero interno: ¿informar o no? ¡Porque al mismo tiempo, también le da lástima la gente! Es una persona normal” (p.364). El gobierno soviético le amenazó de muerte por querer actuar contra la contaminación e informar a la población. Le abrieron una causa criminal por propaganda antisoviética. Como consecuencia, le dio un infarto (p.363). Zoya Bruk, del Servicio para la Protección de la Naturaleza, recuerda un detalle que refleja la ignorancia a la que les obligaron: “En una exposición de dibujos infantiles vi uno en que una cigüeña camina por un campo negro en primavera. Y una nota: ‘A la cigüeña nadie le ha dicho nada´. Estos son mis sentimientos” (p.287). A ella se le obligó a que no sólo no informara a la población sino a que no entrara en contacto con la gente: “Nosotros, con la mirada clavada al suelo; nuestras órdenes eran recoger datos, pero no relacionarnos demasiado con la población” (p.290).

Las autoridades llegaban a adoptar medidas grotescas. Iván Zhmíjov, ingeniero químico, recuerda que los responsables de propaganda soviética llevaron a unos novios a una casa de una aldea vacía. Previamente habían pedido a una brigada que la lavaran, limpiaran los árboles, segaran toda la huerta y la hierba abandonada del patio. Los novios se acababan de casar en otro lugar al que se habían mudado, pero se los trajeron tras la ceremonia junto con todo u autobús de invitados para filmarles como si aquella casa abandonada fuera su hogar. “La propaganda funcionaba. La fábrica de sueños defendía nuestros mitos: podemos sobrevivir en cualquier lugar, hasta en una tierra muerta” (p.279). 

Sin embargo, aunque las autoridades, mantenían a la población desinformada para que el mundo no descubriera la gravedad de la catástrofe –Gorvachov anunció en televisión ante la opinión pública mundial que había sido un mero incendio y que ya estaba reestablecida la calma-, ponían todos los medios para salvarse a sí mismos y sus familias. Las autoridades tomaban yodo, sacaron a sus hijos lejos del desastre y al visitar las zonas llevaban trajes y máscaras de protección. “Todos los medios que les faltaba a los demás” (p.361), revela Vasilo Nesterenko, director del Instituto de Energía Nuclear de Belarús. Las autoridades no mostraban el mínimo aprecio por la vida humana: “Lo que les preocupaba no era la gente sino su poder… Y el valor de la vida humana se reduce a cero” (p.360), sentencia el profesor Vasilo Nesterenko, y sigue: “Tenían más miedo de la ira que les podía llegar desde arriba que del átomo… No se hacía nada por su cuenta. Se temía la responsabilidad personal” (p.361).

Zoya Bruk, del Servicio para la Protección de la Naturaleza, comprendió el alcance del mal: “Comprendí, aunque no enseguida, sino al cabo de unos años, entonces comprendí que todos nosotros habíamos participado… en un crimen… en un complot… El hombre ha resultado ser peor de lo que creía. Hasta yo misma. He resultado peor. Ahora ya sé lo que soy… Y lo reconozco, por supuesto… He comprendido que en la vida las cosas más terrible ocurren en silencio y de manera natural” (p.290-291). De ahí la misión que se ha impuesto este libro, la de dejar constancia de los testimonios y los hechos: “Algún día se habrá de responder por Chernóbil… ¡Son unos criminales! Hay que conservar los hechos. ¡Que queden los hechos! Porque los pedirán” (p.356).

4. Liudmila Ignatenko o el amor nuclear

Liudmila Ignatenko -esposa del bombero fallecido Vasili Ignatenko- es una dolorida testigo de lo ocurrido con los bomberos. Les dijeron que “era un aviso de un incendio normal” y Vasili –de 23 años- y sus compañeros salieron de sus hogares en medio de la noche con la mayor rapidez sin saber que el lugar al que les enviaban era el mayor desastre nuclear de la historia. Él, “sólo quería ser bombero”, era su única aspiración. La siguiente noticia que su esposa Liudmila tuvo de él es que Vasili estaba en un hospital. Ella acudió allí, “pero el hospital estaba acordonado por la milicia; no dejaban pasar a nadie. Sólo entraban las ambulancias. Los milicianos gritaban: ‘Los coches están irradiados, no os acerquéis’.” (p.21). Gracias a una médico conocida, Liudmila logró acceder y cuando llegó… “Lo vi… Estaba hinchado, todo inflamado… Casi no tenía ojos” (p.21). Al menos Vasili había logrado salir pues otro compañero suyo –su nombre era Valera Jodemchuk- fue emparedado vivo dentro del sarcófago de hormigón (La autora de la investigación, Svetlana Alexievich cita cada uno de los nombres, para mantener la memoria de esos individuos reales, con una vida única, víctimas de la Historia). 

Se daba el infortunio de que Liudmila estaba embarazada. Ella y Vasili se acababan de casar. Su marido al verla le gritó “¡Vete! ¡Salva al crío!”. Entretanto, la ciudad se llenó de vehículos militares y se cerraron todas las carreteras. Liudmila salió a por suministros para su marido pero al volver no le permitieron entrar. Desde una ventana Vasili le gritó que se los llevaban a Moscú. “Todas las esposas nos arremolinamos en un corro. Y decidimos: nos vamos con ellos” (p.23). Liudmila Ignatenko y las otras esposas vieron cómo miles de soldados echaban por la calle un polvo blanco para lavar la contaminación radiactiva. “Toda la calle, cubierta de espuma blanca… Íbamos pisando aquella espuma... Gritando y maldiciendo…” Por la radio dijeron que evacuarían la ciudad. Se levaban a la gente a los bosques a vivir en tiendas de campaña. Como se acercaba la fiesta del Primero de Mayo, “la gente hasta se alegró”. Ajena a la nube radiactiva que estaba cayendo sobre todos, “la gente preparaba carne asada para el camino y compraban vino. Se llevaban las guitarras, los magnetófonos… Sólo lloraban las mujeres a cuyos maridos les había pasado algo.” (p.23). 

Ya en el hospital de Moscú, Liudmila se enfocó totalmente en la atención a su marido: “El mundo se redujo a un solo punto. Se achicó… A él, sólo a él” (p.27). “Él empezó a cambiar. Cada día me encontraba con una persona diferente a la del día anterior. Las quemaduras le salían hacia fuera… Y, sin embargo, todo en él era tan mío, ¡tan querido!” (p.27). “La piel se le empezó a resquebrajar por las manos, por los pies. Todo su cuerpo se cubrió de forúnculos. Cuando movía la cabeza sobre la almohada, se le quedaban mechones de pelo. Y todo eso lo sentía tan mío. Tan querido… A él lo afeité yo misma. Quería hacerlo todo yo.” (p.31). UN médico le dijo: “Lo que tiene delante ya no es su marido, un ser querido, sino un elemento radiactivo con un gran poder de contaminación. No sea usted suicida. ¡Si esto ya no es un hombre, es un reactor nuclear! Os quemaréis los dos” (pp.32-33). Pero Liudmila sólo repetía que le quería y amaba, no pensaba dejarle allí al arbitrio de personas a las que no les importaba y sólo querían ocultarle como testigo del accidente. La expresión de amor no cesaba entre Liudmila y Vasili: “Él se dormía por la noche sólo después de cogerme la mano. Tenía esa costumbre, mientras dormía, cogerme la mano…” (p.32). En cuanto Liudmila dejaba la habitación, los técnicos entraban: “Cuando me iba, lo fotografiaban. Sin ropa alguna. Desnudo. Decían que era para la ciencia” (p.33-34). Ella trataba de pasar el mayor tiempo con él por miedo a que lo hicieran desaparecer. Lo cuidaba hasta el extremo: “Lo incorporaba y en las manos se me quedaban pedacitos de su piel; se me pegaban. Me corté las uñas hasta hacerme sangre, para no herirlo” (p.34).

El proceso clínico de las enfermedades radiactivas dura catorce días (p.37). Finalmente, Vasili murió y se llevaron su cuerpo. Liudmila, sus padres y suegros, pidieron el cadáver para enterrarlo pero se negaron. Una comisión les recibió e informó: “No podemos daros a vuestros hijos, son muy radiactivos y serán enterrados en un cementerio de Moscú de una manera especial… bajo unas planchas de hormigón” (p.36). “Si alguien, indignado, quería llevarse el ataúd a casa, lo convencían de que se trataban de unos héroes, decían, y ya no pertenecen a su familia. Son personalidades. Pertenecen al Estado” (p.36).

Dos meses después, Liudmila regresó a Moscú a visitar la tumba de Vasili. Y allí, al ver la sepultura, sintió las contracciones del parto. Llamó a una ambulancia pero no llegó antes de que diera a luz allí mismo, en la tumba. La internaron en el mismo hospital donde Vasili había estado y le atendió la misma médica. “Parecía un bebé sano… Pero tenía cirrosis. En su hígado había 28 roentgen [antigua unidad de medición de radiaciones ionizantes. Los rayos X exponen a 1 roentgen. Fue sustituida por los Coulombs por kilogramo]. Y una lesión congénita del corazón. A las cuatro horas me dijeron que la niña había muerto. ¡Y otra vez que no se la vamos a dar! ¿Cómo que no me la vais a dar? ¡Soy yo quien no os la voy a dar a vosotros! ¡a queréis para vuestra ciencia, pues yo odio vuestra ciencia!” (p.38). Mandó que se le enterrara a los pies de su marido, Vasili, y allí está aunque “ella no tuvo ni nombre. Sólo alma… Yo la maté. Fue mi culpa. Ella, en cambio… Ella me ha salvado. Recibió todo el impacto radiactivo… ¿Cómo se puede matar con amor?” (p.39).

A Liudmila le dieron en compensación un piso en Kíev. “En una casa grande, donde ahora viven todos los que tienen que ver con la central nuclear. Todos somos conocidos. (…)Ocupamos aquí toda una calle. Así la llaman: la ‘calle de Chernóbil’… Muchos sufren terribles enfermedades, son inválidos, pero no dejan la central. Tienen miedo hasta de pensar que la cerrarán. No se imaginan su vida sin el reactor… Muchos se mueren. De repente. Sobre la marcha. Va uno por la calle y, de pronto, cae muerto. Se acuesta y ya no despierta… Esta gente se está muriendo, pero nadie les ha preguntado de verdad sobre lo sucedido. Sobre lo que hemos padecido. Lo que hemos visto. La gente no quiere oír hablar de la muerte. De los horrores. Pero yo he hablado del amor… De cómo he amado.” (p.42).

5. Compasión bajo la lluvia nuclear

El miedo se quedó a vivir entre la gente desde el primer instante. Enseguida “Apareció el miedo: ‘¿Qué pasa con los rábanos este año que tienen las hojas como las remolachas?’. Peo aquella misma tarde ponías la tele y te decían: ‘No se dejen influir por las provocaciones’… El colmo del librepensamiento era: ¿Se pueden comer los rábanos o no?” (p.371), recuerda Natalia Roslova, presidenta de un comité local de Niños de Chernóbil. Todo daba y sigue dando miedo: la comida, los animales, las cosas, las flores, los charcos, la lluvia… “Tengo miedo de la lluvia. Ya ve: se lo debo a Chernóbil” (p.292), reconoce el historiador Alexandr Revalski. Todo da miedo y se tiene miedo por todos: “Nosotros tenemos miedo de todo. Tememos por nuestros hijos. Por los nietos que aún no han nacido. Aún no han nacido y ya tememos por ellos” (p.324), declara Nadezhda Burakowa, habitante de la zona. Y lo peor es cuando son los demás los que dan miedo y da miedo hasta amar. Vivos y muertos dan miedo: “En raras ocasiones si una persona se caía en la calle, alguien se le acercaba y le ayudaba. La gente pasaba de largo” (p.189-190), atestigua un maestro. La viuda de un liquidador, Nina Kovaliova, recuerda: mi marido “un día me preguntó: ‘¿No te doy miedo?’. Empezó a tener miedo al contacto físico. Yo no le preguntaba nada. Lo comprendía, lo comprendía con el corazón. Hubiera querido preguntarle… Pero en otras ocasiones me resultaba tan insoportable que no quería saber nada de eso” (p.299). Hay miedo a amar: “Me da miedo amar. Tengo novio. ¿Ha oído usted hablar de los hibakusi de Hiroshima? Son los supervivientes de Hiroshima. Sólo pueden casarse entre ellos… A mí no me salen de la cabeza las palabras de su madre: ‘Cariño, para algunos parir es pecado’. Amar es pecado” (p.169), dice con dolor Katia P., habitante de la zona.

Como en una peste moderna, Chernóbil fue amurallado por el miedo, la indiferencia y se le dio la espalda. Un maestro de la zona lo ve claro: “El mundo se ha partido en dos: estamos nosotros, la gente de Chernóbil, y están ustedes, el resto de los hombres. ‘Yo soy un hombre de Chernóbil’. Como si se tratara de un pueblo distinto. De una nación nueva” (p.193). “Ahora la palabra ‘Chernóbil’ acompaña toda nuestra vida. Pero ustedes no saben nada de nosotros. Nos tienen miedo. Puede ser, incluso, que si no nos dejaran salir de aquí, si se hubieran colocado controles policiales, muchos de ustedes se sentirían más tranquilos… Yo eso lo he vivido” (p.323), denuncia la habitante de la zona, Nadezhda Burakowa. Desde los primeros días, los desplazados tuvieron la experiencia de dar miedo a la gente: “Desde los primeros días sentimos sobre nuestra piel que nosotros, la gente de Chernóbil, éramos unos apestados. Nos tenían miedo. El autobús en que nos evacuaron se detuvo durante la noche en una aldea. La gente dormía en el suelo en la escuela, en el club. No había dónde meterse. Y una mujer nos invitó a ir a su casa. ‘Vengan, que les haré una cama Pobre niño’. Y otra mujer, que se encontraba a su lado, la apartaba de nosotros: ‘¡Te has vuelto loca! ¡Están contaminados!’. Cuando ya nos trasladamos a Moguiliov y nuestro hijo fue la escuela… lo llamaban luciérnaga, erizo de Chernóbil…” (p.269), revela Nadezha Vigóvskaya, evacuada de la ciudad de Prípiat. La gente de Chernóbil es vista como luciérnagas, gente encendida, gente de fuego y, así excluida, mucha gente optó por protegerse entre ellos. “¿Quién nos va a comprender? Para eso hay que vivir aquí… Pudimos marcharnos pero… decidimos que no. Nos ha dado miedo irnos. Aquí todos somos Chernóbil. No nos asustamos el uno del otro… Todos tenemos los mismos recuerdos, Compartimos la misma suerte. En cambio, en todas partes, en cualquier otro lugar, somos unos extraños. Unos apestados” (p.322-323), se duele Nadezhda Burakowa, habitante de la zona.

Hay miedo a no ser reconocidos como humanos sino “hombres de Chernóbil”. “Nos moriremos y nos convertiremos en ciencia”, dijo un niño llamado Andréi con trágica lucidez (p.388). La gente lucha por seguir siendo humanos, no objetos de la ciencia, no estadísticas de una base de datos ni espectáculo del morboso gusto por el horror. Pero saben que sus testimonios son información que será fundamental cuando en el futuro más lejano la radiación de Chernóbil siga persistente en la Tierra. “Desde mi punto de vista, somos material para una investigación científica. (…) Un laboratorio natural… Nos vienen a ver de todas partes del mundo. Escriben tesis doctorales… Se están preparando para el futuro” (p.191), dice un maestro de la zona. Efectivamente, los habitantes de Chernóbil son las cajas negras vivas de un accidente sobre cuya verdad contienen la mayor parte de información. Un hombre que vino a visitarles les dijo: “Sois como las ‘cajas negras’. ‘Hombres-cajas negras’… En ellas se graba toda la información sobre el vuelo. Cuando un avión tiene un accidente se buscan sus ‘cajas negras’… ¡Lo que están haciendo es apuntar información para el futuro!” (p.260).

No dejan de tener la sensación de que una fe ciega en la ciencia les ha llevado a donde están. “¿Ha olvidado usted que antes de Chernóbil llamaban al átomo ‘el trabajador de la paz’? Nos sentíamos orgullosos de vivir en la era atómica. No recuerdo que se temiera al átomo. Entonces todavía no temíamos al futuro” (p.342), critica Vladimir Ivanov, primer secretario del Partido Comunista de Slávgorod en el momento de la catástrofe. Chernóbil se ha convertido en un gran experimento y ahora la zona se cierra sobre sí misma como un laboratorio. No es un experimento sólo sobre partículas y cuerpos sino sobre la misma alma humana y la cultura. “Chernóbil es un gran experimento también para nuestro espíritu. Para nuestra cultura” (p.217), sentencia Guenadi Grushevói, presidente de la Fundación para los Niños de Chernóbil y diputado de Bielorrusia.

Pero bajo tanta lluvia nuclear de veneno y mentiras… la compasión. Los liquidadores encontraron que se les ordenaba limpiar la misma tierra. No bastaba con echar encima arena sino que había que arrancar la capa de tierra y enterrarla. “Enterrábamos la tierra en la tierra. Ya ve qué extraña ocupación humana” (p.288), no deja de extrañarse Zoya Bruk, la liquidadora e inspectora del Servicio para la Protección de la Naturaleza. La propia vida del hombre y todo lo suyo era arrancada y enterrada. “He visto un hombre ante cuyos ojos enterraron su propia casa… Quedó sólo una tumba recién cavada…”, señala el liquidador Arkadi Filin. Las capas de tierra debían ser cortadas, enrolladas y echadas a fosas impermeables, lejos de acuíferos y cubiertas por hormigón. Pero ninguna protección se tomó sino que la radiación continuaba emitiendo desde las fosas hacia la vegetación y hacia aguas profundas. “Enterrábamos la tierra. La cortábamos y la enrollábamos en grandes capas… Enterrábamos el bosque. Serrábamos los árboles a metro y medio, los envolvíamos en plástico y los arrojábamos a una fosa… Capas vivas de tierra. Con sus escarabajos, arañas, lombrices… Enterrábamos la tierra en la tierra. Con los escarabajos, las arañas, las larvas. Con todos esos diferentes pueblos. Con todo ese mundo. Mi impresión más fuerte de allí… son esos seres.” (p.149-153), cuenta el liquidador Arkadi Filin. Llama la atención su piedad por los insectos, que es en realidad compasión por la propia vida, porque “Allí todo te daba pena. Hasta las moscas te daban lástima, hasta los gorriones. Querías que todo viviera” (p.301), se lamenta Nina Kovaliova, viuda de un liquidador. Ella recuerda que “Los niños dibujaban Chernóbil. Los árboles en los cuadros crecían con las raíces hacia arriba. El agua en los ríos era roja o amarilla. Dibujaban algo y al verlo se ponían a llorar” (p.301).

A unos cazadores de la zona les encargaron que liquidaran a los animales domésticos que habían quedado en la zona, para evitar epidemias. Organizaron dos brigadas de 20 cazadores cada una. “La primera vez que fuimos, nos encontramos a los perros junto a sus casas. De guardia. Esperando a la gente. Se alegraban de vernos, acudían a la voz humana… Los liquidábamos a tiros en las casas, en los cobertizos, en las huertas. Los sacábamos a la calle y los cargábamos en el volquete. No era agradable, claro. Los animales no podían entender por qué les disparábamos… No temían a las armas ni al hombre. Es mejor tirar de lejos, para no verles los ojos… Y en eso que pasa una tortuga… A las tortugas no las matábamos” (p.157). Nina Kovaliova, la viuda del liquidador, recuerda que iban por una aldea abandonada y de pronto veían a “un viejo y una vieja sentados en la entrada de una casa y a su alrededor corriendo un montón de erizos. Son tantos que parecen una nidada de polluelos. No hay un alma, en el pueblo reina la calma, como en el bosque, y los erizos, que han dejado de tener miedo a la gente, se presentan en el pueblo y piden leche. También vienen zorros... Y alces” Uno de los chicos quiso cazarlos pero los viejos protestaron con aspavientos: ‘¡No se puede matar a los animales! ¡No se puede! Ahora son nuestros parientes” (p.300). Ante la dificultad de comprender lo que el hombre había hecho en Chernóbil; sin saber si el hombre era víctima o culpable, dolidos por la responsabilidad que caía sobre el conjunto de la civilización, pareciera que la piedad por los animales y los bosques era la elipsis para poder amar al hombre. 

La gente necesitaba sentir que le importaban a alguien, que no habían sido enterrados en una fosa junto con la tierra e insectos arrancados. “Una familia joven recibieron, como todos, un bote de comida infantil y unos zumos. Y el hombre se sentó y se puso a llorar. Esos botes y esos zumos no podían salvar a sus niños… Pero el hombre lloraba porque no se habían olvidado de ellos. Alguien se acordaba de ellos. Y eso quiere decir que aún había una esperanza” (p.217), recuerda Guenadi Grushevói, presidente de la Fundación para los Niños de Chernóbil y diputado de Bielorrusia.

6. Chernóbil acaba de empezar

Mucha gente se ha marchado para refugiarse en otros lugares y ciudades. A veces dispersos y otras veces concentrados en “calles Chernóbil”. En las casas solitarias quedan los objetos tal como están justo un momento antes de amanecer o abandonados de toda vida. “La gente se ha marchado y en las casas se han quedado a vivir sus fotografías” (p.300), dice Nina Kovaliova, viuda de un liquidador. Antes de marcharse, la gente escribía su nombre en las puertas, paredes o en la carretera para que se supiese que aquello era suyo. Pedían perdón a sus muertos enterrados por dejarles allí abandonados. Todo destila nostalgia de humanidad.

Alrededor de Chernóbil se ha inflado un globo de silencio y tragedia; un lugar a donde nadie quiere ir pero tampoco dejar de ver. Allí lo real e irreal se mezclan porque el hombre sabe que allí se prefigura su propia inexistencia. Es un sitio perdido que no se puede olvidar, un espacio legendario. Chernóbil es un agujero negro de la Historia con tal densidad dramática que amenaza con tragarse toda la realidad. “Han aparecido los primeros perros lobos, nacidos de lobas y perros huidos al bosque. Son más grandes que los lobos… no temen la luz ni al hombre… Se está dibujando la frontera entre lo real y lo irreal” (p.201), apunta el periodista Anatoli Shimanski. “Dentro de decenas de años. Al cabo de siglos, éstos serán tiempos mitológicos. Llenarán estos lugares de cuentos y mitos. Leyendas” (p.292), pronosticó el historiador Alexandr Revalski.

Svetlana Alexievich ha entrado en el alma de las víctimas y ha encendido la luz no sólo en la historia sino en un futuro lejano. Y lo ha hecho comprometiéndose ella misma bajo la lluvia nuclear. Así, aceptando la hospitalidad de las víctimas, ha logrado traernos sus almas. No le ha sucedido como a un corresponsal del que nos habla Nadezhda Burakowa, habitante de la zona: “Una vez vino a verme un corresponsal. Veo que tiene ganas de beber. Le traigo una taza con agua y él, en cambio, se saca su agua del bolso. Agua mineral. Le da vergüenza. Se justifica. La conversación, claro, fue un fracaso, yo no pude ser sincera con aquel hombre… Él allí tomándose su agua mineral, temiendo tocar mi taza y yo, en cambio, le tengo que abrir de par en par mi alma… entregarle mi alma” (p.324).

Zinaída Kovalenka, una anciana residente en la zona prohibida, sabía que pronto iba a morir y le preocupaba que su mensaje llegara a la gente, a los lectores como usted o yo. Para ella era vital que comprendiésemos su tristeza y que supiésemos que si queremos buscarla lapodemos hallar en la tierra, bajo las raíces… “Dime, hija mía, ¿has comprendido mi tristeza? Se la llevarás a la gente, pero puede que yo ya no esté. Me encontrarán en la tierra. Bajo las raíces” (p.71). Cuanto más tiempo transcurra, más valor tendrán todos estos testimonios para revelar el futuro porque “Chernóbil no ha terminado, tan sólo acaba de empezar” (p.366).


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